Vive en la calle. Su techo
es circunstancial, improvisado. Su refugio a veces no lo es. Lo tomó prestado a
algún proyecto urbanizador del pasado, de cuando estaba del lado de los que “aportan
algo valioso a la sociedad”. No sabe a qué hora comienza su día; algunas veces sus
días parecen noches eternas en las que pasa desapercibido, en las que el sol le
niega, según él, su luz. Sentado o acostado detrás de algo, debajo de algo, ve
pasar los pies apurados de quienes cargan con sus respectivas metas, sus
respectivos pensamientos, sus demonios correspondientes. Por supuesto, son
metas, pensamientos y esos demonios muchos más refulgentes que los de él, que
yace en silencio, casi sin respirar, exigiendo lo mínimo necesario de su
entorno marginal, despreciable para otros, la mayoría de las veces invisible. De
vez en cuando algún niño extraviado lo encuentra con la vista, se acerca y se presenta
sin miedos, sin prejuicios, sin argumentos brillantes de por qué las cosas son
como son “y te jodiste”. En esos pequeños momentos de milagrosa apertura, en los
que se ve a sí mismo a esa edad, en los que se permite recordar los paseos con
su mamá, las fiebres atendidas, el Niño Jesús; en esos momentos en que se deja
llevar a los días en que pertenecía a algo suave, cálido, perfumado, de besito
de buenas noches, es que reflexiona fugazmente lo afortunado que es su
visitante… lo feliz que era él antes de que se quebrara todo y comenzara esta
etapa. El grito repentino de la madre que lo retira con aprensión rompe con el
instante extraordinario y todo vuelve a ser como es, como ha sido por años,
como no quiere que deje de ser en medio de una extraña libertad y control sobre
el territorio que lo cobija a espaldas del resto, y mira, sin mucho problema
aparente.
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