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miércoles, 16 de mayo de 2018

Vive en la calle


Vive en la calle. Su techo es circunstancial, improvisado. Su refugio a veces no lo es. Lo tomó prestado a algún proyecto urbanizador del pasado, de cuando estaba del lado de los que “aportan algo valioso a la sociedad”. No sabe a qué hora comienza su día; algunas veces sus días parecen noches eternas en las que pasa desapercibido, en las que el sol le niega, según él, su luz. Sentado o acostado detrás de algo, debajo de algo, ve pasar los pies apurados de quienes cargan con sus respectivas metas, sus respectivos pensamientos, sus demonios correspondientes. Por supuesto, son metas, pensamientos y esos demonios muchos más refulgentes que los de él, que yace en silencio, casi sin respirar, exigiendo lo mínimo necesario de su entorno marginal, despreciable para otros, la mayoría de las veces invisible. De vez en cuando algún niño extraviado lo encuentra con la vista, se acerca y se presenta sin miedos, sin prejuicios, sin argumentos brillantes de por qué las cosas son como son “y te jodiste”. En esos pequeños momentos de milagrosa apertura, en los que se ve a sí mismo a esa edad, en los que se permite recordar los paseos con su mamá, las fiebres atendidas, el Niño Jesús; en esos momentos en que se deja llevar a los días en que pertenecía a algo suave, cálido, perfumado, de besito de buenas noches, es que reflexiona fugazmente lo afortunado que es su visitante… lo feliz que era él antes de que se quebrara todo y comenzara esta etapa. El grito repentino de la madre que lo retira con aprensión rompe con el instante extraordinario y todo vuelve a ser como es, como ha sido por años, como no quiere que deje de ser en medio de una extraña libertad y control sobre el territorio que lo cobija a espaldas del resto, y mira, sin mucho problema aparente.

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