En retrospectiva,
parece que todo cuadra. Tomar algo de distancia aparenta nunca ser
contraproducente. Una vez que todo transcurre, que baja el polvero y se
asientan las emociones, se pueden comenzar a delinear cuestiones que antes no
se dejaban ver, y que en su transcurso estaban todas muy por encima de nuestras
posibilidades de discernir, de precisar, de atrapar. En retrospectiva, todo
comienza a parecer un retrato más o menos estático, observable con toda la
calma y desparpajo que permita el momento. Podemos vernos desde lo alto a
nosotros mismos en ese pasado infantiloide, perdidos, desorientados, echando
plomo a cualquier cosa que se nos apareciese enfrente. Pero hoy, mirando de
nuevo la vieja escena, resulta que éramos una caricatura confundida de lo que somos
ahora. A la distancia, solo vemos la vieja piel que acabamos de mudar y de la
que parece que nos deshicimos con el dolor respectivo. Deriva todo en una
especie de pase de página, de apertura, de bienvenida sin drama, sin esa miopía
—tan cómoda ella—, sin la justificación de quien se recuesta en los hombros de
su misma historia para poner siempre la torta. Hoy siento que, a pesar de haber
dejado trozos de mí en el camino, he podido crecer.
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