Desde hace poco tiempo
he estado pensando que el ser humano debe demostrar ante sus iguales que vive
de la manera en la que les afirma vehementemente que cree. Así pues, nos damos
cuenta de inmediato que es muy fácil encontrar personas que anuncian una filosofía
de vida, mientras en la práctica no se encuentran muestras creíbles de esa
filosofía. Por supuesto, ninguno de nosotros escapa a este comportamiento
fraudulento en algún momento. El cristiano le desea la muerte a un prójimo; el
socialista sueña con una camioneta lujosa; el capitalista exige la ayuda del Estado.
Tenemos la cabeza por un lado, y los pies, que son quienes nos llevan por la
realidad publicitada, por otro lado.
Esta reflexión me trajo a la mente un programa en TV que
hablaba de la fabricación de un carro de Fórmula 1. En este programa convocaron
a distintos técnicos especialistas en las diferentes disciplinas que participaron
en la construcción de este portento de máquina. Cada uno de ellos destacó la
importancia de su parcela en el resultado final. Cada uno identificó los
elementos que hacían que este producto obtuviese tan alto nivel de calidad.
Pasaron cada uno de ellos a la conversa hasta que llegó el
tipo de los cauchos. El hombre dijo (palabras más, palabras menos) que todo lo
dicho en el programa hasta el momento, todo ese bagaje tecnológico logrado
durante años de experiencia y avances tecnológicos no podría desplegar todas
sus capacidades si no contaba con cauchos de excepcional calidad. Es decir, que
el logro técnico era una cadena de acontecimientos que darían resultado solo
cuando el carro estuviese unido al suelo por medio de los cauchos.
Parece simple, obvia, pero esta afirmación nos deja ver que “del
plato a la boca se cae la sopa”, y si el punto en el que el proyecto se hace
realidad no se actúa en correspondencia con el compromiso, todo se viene abajo
y queda como una gran mentira, como una simple hipocresía bien trabajada. Se
podría aplicar esta imagen de consecuencia a lo dicho sobre la filosofía de
vida: muchos de nosotros elaboramos discursos, estudiamos maneras, nos
abalanzamos sobre el otro con toda una manufactura mental —brillante, por
cierto—, con argumentos que rayan en lo mesiánico hasta lograr quedar muy bien
ante la audiencia de cada momento. Sin embargo, al salir del recinto, del
auditorio donde dejamos tremendo discurso, regresamos a nuestra vida llena de
vicios, de mentiras e indiferencias. A pesar de nuestra excelente buena fama,
no somos más que un repositorio de enredos por trabajar, de honestidades por
demostrar, de responsabilidades por ejercer.
Hay que reconocer que tenemos malos cauchos. Cuando pusimos
los pies en el suelo nos dimos cuenta de que todo el sistema previo no
funcionaba como creíamos que funcionaría, sobre todo para nosotros mismos: hay
que completar el trabajo.
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