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viernes, 1 de septiembre de 2017

Ni tarde ni seguro

Parimos la muestra de sentimiento de una de las maneras más inadecuadas. Debió llegar la enfermedad a decirnos que nada era seguro, que el paisaje y las horas para verlo eran prestadas; que todo era jodiendo. Ahora, a amarrarse el cinturón y a buscar rapidito en los bolsillos del sentimiento y la querencia lo que siempre nos costó sacar a relucir sin complejos. Ahora a registrar con detenimiento los escondrijos oscuros en los que se escondía temerosa la mano tendida, la palabra afectiva, la expresión definitiva del amor. Aquí estamos, todos sentados alrededor de quien padece una afección en su cuerpo, pero que nos ha regalado a cada uno un trozo grandote de alma y todavía le ha quedado para su consumo personal. Aquí estamos todos: el que siempre estuvo, el que vivía lejos, el que vivía al lado y el que creía que vivía; compartiendo recuerdos de cuando nadie expresaba el miedo, incertidumbre; de cuando se daba por garantizada la felicidad eterna. Todos dejamos las máscaras afuera y entramos a la sala de la casa con nuevos ánimos, queriendo lograr esas pequeñas victorias diarias, esas que ahora son profundamente nuestras. Súbitamente, como creímos hace poco que no había mucho qué esperar, nos dedicamos a esperar exactamente lo que debíamos esperar, incluso, a hacer exactamente lo que se esperaba que hiciéramos. Se acabaron de repente, para esta etapa del grupo, las mentiras, los excesos, las pretensiones, los dobles sentidos. No puedo evitar sentir que, en medio de esta situación catalogada como terrible, ha surgido la autenticidad y la manifestación honesta, sincera, de lo mejor que llevamos por dentro y que seguramente esa persona que ahora atendemos nos dejó como regalo. No puedo esquivar la idea de que esto que ahora nos queja, es, justamente, un milagro.

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