Parimos la muestra de sentimiento
de una de las maneras más inadecuadas. Debió llegar la enfermedad a decirnos
que nada era seguro, que el paisaje y las horas para verlo eran prestadas; que
todo era jodiendo. Ahora, a amarrarse el cinturón y a buscar rapidito en los
bolsillos del sentimiento y la querencia lo que siempre nos costó sacar a
relucir sin complejos. Ahora a registrar con detenimiento los escondrijos
oscuros en los que se escondía temerosa la mano tendida, la palabra afectiva,
la expresión definitiva del amor. Aquí estamos, todos sentados alrededor de quien
padece una afección en su cuerpo, pero que nos ha regalado a cada uno un trozo grandote
de alma y todavía le ha quedado para su consumo personal. Aquí estamos todos: el
que siempre estuvo, el que vivía lejos, el que vivía al lado y el que creía que
vivía; compartiendo recuerdos de cuando nadie expresaba el miedo, incertidumbre;
de cuando se daba por garantizada la felicidad
eterna. Todos dejamos las máscaras afuera y entramos a la sala de la casa
con nuevos ánimos, queriendo lograr esas pequeñas victorias diarias, esas que
ahora son profundamente nuestras. Súbitamente, como creímos hace poco que no
había mucho qué esperar, nos dedicamos a esperar exactamente lo que debíamos
esperar, incluso, a hacer exactamente lo que se esperaba que hiciéramos. Se acabaron
de repente, para esta etapa del grupo, las mentiras, los excesos, las
pretensiones, los dobles sentidos. No puedo evitar sentir que, en medio de esta
situación catalogada como terrible, ha surgido la autenticidad y la
manifestación honesta, sincera, de lo mejor que llevamos por dentro y que
seguramente esa persona que ahora atendemos nos dejó como regalo. No puedo
esquivar la idea de que esto que ahora nos
queja, es, justamente, un milagro.
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