No recuerdo exactamente cómo comenzó todo lo que ahora tiene diez años de edad. Sí recuerdo una figura juvenil, aunque elegante, formal, de talante introvertido, aunque con apariencia de seguridad en sí misma. De risa disimulada, se sentaba entrando al recinto laboral, inevitable de ver: oportuno aquello para engolarme al pasar con mi personalidad encorbatada y con dos descargas de colonia. Al inicio, no hubo nada… nada. Su juventud versus mis cuarenta y pico limitaba cualquier mirada que se enfilara hacia algo más allá de lo posible entre dos afables compañeros de trabajo. “¿Es usted la señorita Bolívar? La solicitan en Recursos Humanos” fue mi primera aproximación. El viaje juntos de ida y vuelta en ascensor, una conversa tan limitada como pudo y una cordial despedida para continuar la jornada laboral es lo que se pudo llamar “el primer encuentro”. Es obvio que, para los resultados actuales, ese primer encuentro fue todo un fracaso (risas). Pasó el tiempo y, entre marcar tarjeta, la tertulia durante el almuerzo, en la que se recostaba sentada de un árbol, se fue produciendo uno que otro centellazo de la mirada: algo comenzó a ocurrir. La señorita de pelo largo, negro y lacio, de ojos grandes y pícaros (cuando lo tenía a bien) fue atrayendo mi atención, teniendo en cuenta, por supuesto, la excelente ortografía (casi como la mía) y el buen hablar como bono extra. Así comenzó la historia: esta historia.
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