Cuando mi madre me
arrullaba, la Teoría de la Relatividad no se veía por ningún lado. Cuando mi
abuela reflexionaba conmigo, la Teoría de las Cuerdas no se notaba para nada. Cuando
mis tíos me aupaban y me animaban para que hiciera algo, el Big Bang no se
sintió. Cuando nacieron mis muchachos y pude verlos, acariciarlos y olerlos por
primera vez, las aproximaciones del Principio de Incertidumbre de Heisenberg no
pudieron darse. Cada vez que amé con locura a una mujer, ni Isaac Newton ni sus
leyes me dieron la receta para hacerlo mejor. Y por supuesto, al encontrar a un
viejo amigo y pasar un rato con él para ponernos al día y recordar viejos
tiempos, la Flotabilidad de Arquímedes no logró movernos del sitio. Así ha sido.
Aunque en muchos momentos se sintieron explosiones, expansión, crecimiento y
hasta suspensión en el medio en que me encontraba; así como supe que todo era
relativo y mucho de lo que pesaba en la vida está en los detalles, en lo micro,
debido a la atracción y a veces a la inercia, ninguno de estos genios aburridos
y ocupados hasta el hastío pudo inspirar mi existencia. Tal vez, digo yo, que
es por la creencia de que la ciencia y la tecnología solo han permitido, a
través de los siglos, que las luces y los espejitos nos distraigan la vida en
lugar de dedicarnos a lo que realmente importa, a lo cotidiano, a lo amoroso. Parece
algo insalubre.
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