Mis muertos. Quienes se adelantaron en el
camino. Quienes, antes de salir de viaje, dejaron una estela de amor, de
cariño, de algún tipo especial de caricia que nos dejó prendados, recordando y
hasta un poquito tristes. Sin querer queriendo organicé una reunión que los
incluía. “¿Qué hace este poco de gente viva?”, pregunté sin obtener respuesta. Solo
declinó la invitación uno solo, pero me prometió que estaba en algo, que para
la próxima estaría con seguridad. Ahí estaban, pues, retomando lo que habían
dejado, hasta con un toque de picardía. Otros me miraban como exigiéndome el
abrazo que faltó en su oportunidad, cuando estábamos bravos. Aquellos de allá estaban
recostados conversando entre ellos —se me ocurre que hablan de mí, porque volteaban
a verme de vez en cuando—. Había uno en el balcón, mirando hacia lo lejos; tal
vez comparando lo que fue estar aquí, con nosotros, con estar allá, de donde se
ausentó por un ratico. Me acerqué y le pregunté cómo se sentía, pero me
contestó solo con una sonrisa y un abrazo. En ese momento, el alborotado que
siempre fue convocó la retirada: se acabó la reunión. Me dijeron que no me lamentara,
que podría repetirse de nuevo; pero lo más seguro era que la próxima vez que se
reunieran contarían conmigo como parte de la visita, que aprovechara el tiempo
que quedaba. Y así desperté, con ese sabor tan dulce en los labios, con algunas
lágrimas en los ojos.
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