Llegué a ti y no hubo
nada qué conquistar. La aproximación fue, en segunda instancia, errática,
temblorosa, torpe por todo el cañón. No era que yo iba a adueñarme de algo que
me pareció deleitoso, apetecible… un objetivo, pues. Llegué con barcas y
armaduras, y me encontré con un jardín inofensivo. Quise clavar la bandera en
la playa, pero más bien la solté antes lo que se descubría ante mis ojos. No había
nada qué conquistar. Fue, simplemente, un sitio abierto a la paz, a dejarse
caer en la arena. Sentí que la percepción de pertenencia significó entregarse. Sentí
que las armas, las ropas, las intenciones, caerían al suelo húmedo y me
dejarían dispuesto a recibir las caricias de quien bien me recibió. Cualquier esfuerzo
por apertrecharme y resistir era inútil enfrente de lo que parecía acogerme sin
condiciones, sin argumentos, sin peros… Después de un rato intenso para mis
convicciones, para mis criterios firmemente establecidos, no pude sino dejarme
caer y sentir las caricias destinadas a mis mejillas, a mi pecho, a mi cuerpo y
más adentro... Después de unos instantes no pude seguir en mi estupidez y
decidí que debía escuchar algo de lo que se decía.
Más nunca salí de allí…
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