Jugaré
a ser Dios, pero no en eso de estar creando mundos, hacer florecer la vida o
hacerle mantenimiento al universo. No. Eso sería mucho para ponerse en eso. Mejor
es ponerse a juzgar, a condenar… eso sí que es más fácil. Es más fácil dar el
último empujón a quién por voluntad o fingiendo no tenerla, se ha colocado al
borde del barranco. Es más fácil meter toda la vida de alguien, masticarla con
infamia y escupirla con morbo hacia el basurero de la ligereza… esa, que tanto nos
emociona usar. Pienso en armar un catálogo propio, bien acomodadito, brillante,
de los niveles de moral que la gente practica y, ¿por qué no?, asignar el
castigo al que se hacen susceptibles de recibir la gentecita que anda
quitándole la tranquilidad a los vecindarios, a las familias, a mí, por
supuesto. Apuntaré con este dedo, este que ya tiene experiencia en el oficio de
señalar al culpable, lo comentaré con mis círculos sociales y, tal vez, hasta
gozaré recitarlo al propio condenado. Algo que se me vino la mente en una
revelación hace poco y que servirá para acometer esta nueva y encomiable tarea,
es hacer que todos ignoren, inventen o al menos callen la historia, el relato
de vida de quien nos ocupe. Hay que eliminar la posibilidad de que, siquiera,
existan pistas que indiquen que las infracciones fueron cometidas de buena fe, con
distracción o sin contar con las herramientas que la misma sociedad debe
proveer por medio de sus instituciones, por medio de su amor. Eso hay que
borrarlo del mapa y reescribir la historia del malo definitivo, del
irresponsable cabal, absoluto. Si no logramos esto último, habremos fallado y
todos creerán que todo tiene una buena razón para ocurrir; que hasta el más
terrible de los crímenes tiene una razón de ser cobijada por la hipocresía y el
olvido voluntario de quienes tenemos la tarea de construir una mejor sociedad.
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