El viaje se hace cada
vez más lento. La vida se asemeja a cada momento a un viaje en tren, uno que
comenzó con la luz y el ruido enceguecedores de la mañana de la partida. En medio
de apuros, túneles y lluvia ocasionales, los descarrilamientos han quedado
atrás, parece. De una velocidad casi descontrolada, brincos y luego de
vibraciones alarmantes, la bulla de la incertidumbre va amainando y deja
escuchar de pronto algunos sonidos suaves, pausados, agradablemente
inteligibles. Ya después de varios años, de un viaje que se torna en
retrospectiva, puedo avizorar el ocaso de esta interesante expedición. El paso
sobrio y sin apuro bajo el cielo en violeta anaranjado deja ver las estrellas,
las más grandes, esas de las que cuentan los libros; pero también las más
pequeñas, las que parecían inventadas por mí a cada minuto de contemplación a
medida que el encandilamiento del pasado iba cesando. Ahora ese tren que
pretendía eterno se va deteniendo, y en medio de una noche espectacular puedo
sentir los pájaros despedirse, los grillos susurrar, la brisa pasar… en fin,
ahora sí que puedo saber de lo fundamental de la vida, después de derrochar,
apasionada, inmadura e irrevocablemente toda la energía que alguien supuso que
debería invertir, más bien, en descubrir, a paso sosegado, lo esencial de esta
preciada jornada.
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