Y sigues horadando el
regalo original. Y continúas, pequeño ser de ínfulas agigantadas, destruyendo
el cobijo que se te ha concedido. Yo te miro desde aquí, desde todos lados,
desde mi totalidad, mientras entretenido en tu pequeñez vas haciendo maromas con
lo poco que entiendes del entorno, con toda esa basura intelectual que te
caracteriza, con las minucias que logras acumular para tu provecho efímero. Yo estoy
tranquilo. Yo siempre estoy tranquilo. La verdad es que ahora no tengo mayor
razón que antes para “asustarme” porque estés gozando en tu emprendimiento de
autodestruirte. Meciéndome a veces, he visto pasar cataclismos flotantes de
magma, heladas que me destiñen por un rato, visitas nucleares de objetos
celestes que llegan, barren y se integran a lo que soy. Desde aquí, eres como
la hormiga multitudinaria que se adueña de lo común, y en el delirio de que es
ajeno, crees robarlo para tus cofres huecos. Eso, mientras llega la migración
de mastodontes y en su paso indetenible, pausado, pero seguro, diezma tu
cantidad y petulancia a cero. Si yo cayese en tu juego, en tu chantaje, en tu
consabida extorsión, estaría temblando de miedo y hasta rogando por tu ayuda
para salvarme. Pero esa fantasía está solo en tus sueños de grandeza, de pertenencia
enloquecida, en el engaño que te dices, te escuchas y te crees cada día que te
doy para habitarme... pendejo.
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