Y entonces todos se
volvieron mudos. Todos salieron a la calle, confundidos, sin poder comunicarse
en un primer momento que hasta dolía. Luego, más luego, después de dejar el
drama innecesario de la calamidad, se estableció que solo podríamos saber cómo era
la gente, ya no por sus disertaciones brillantes, sus labias delirantes, sus
sandeces cabalgantes, sino por lo más evidente y honesto: por sus
comportamientos. Y fue así, pues, como ya no sabíamos a primera vista quiénes
eran cristianos, comunistas, gerentes, mahometanos, obreros, homosexuales, agnósticos,
budistas, capitalistas y demás grupitos en los que tanto nos gustó dividir a la
gente. Sí ganamos, sin embargo, una nueva manera de acercarnos al otro y saber
quién era. Ya pronto solo quedó claro quiénes eran amorosos, ladrones,
prejuiciosos emprendedores, sabios u ociosos; quiénes eran solidarios, quiénes
indiferentes, quienes temerosos. Supe que yo mismo arropaba mis debilidades y
mis vicios con una manta de extraordinaria brillantez que tanto tonto tragaba
emocionado. Afortunadamente, todo ese efecto fue temporal y todo volvió a la
normalidad. Para nuestra suerte, todo se revolvió y cayó parado, como el gato.
Para nuestra fortuna, todo se restauró y volvió al trono “mi pecado favorito”:
la hipocresía.
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