El hombre, lanzando
manotazos de desesperación se quejaba de no poder respirar. Llegó un poco de
aire, de oxígeno, y se fue tranquilizando. Poco rato después, el hombre se dio cuenta
de que no podía moverse. La aflicción lo atacó, mientras se le despertaban las
extremidades. Después de un instante, el estómago le indicaba la necesidad de
alimentos. Entre la queja y el hambre, corrió detrás de su presa hasta
dominarla. Como mucho placer la desguazó y comió las partes más deliciosas. Dormía
el hombre su desayuno, cuando al despertar, se dio cuenta de que no podía ver
bien. Estaba oscuro. A rastras logró reunir unas ramas secas y con unas piedras
que le hicieron tropezar y caer, pudo hacer el fuego necesario para ver, para
combatir el frío, para calentar su comida. Yacía el hombre recostado en la
pared externa de su refugio, y mientras amanecía comenzó a ver la extensión de
la tierra donde vivía. Los árboles movidos por el viento, los ríos incansables
que le daría el agua para completar su sustento. Bajó el hombre de su colina y
comenzó a reconocer el vasto territorio; el olor a tierra mojada, a vegetación
viva. Después de pocos meses, ya todo le era familiar y se aburrió. Sentía que
necesitaba más que eso, pero no sabía qué cosa podría ser. 190 mil años después,
sigue aburrido. 190.000 todavía no sabe qué cosa sería esa que lo completaría.
190.000 se entretiene incansablemente hasta el día de su muerte.
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