El viejito loco se la pasaba en la plaza, mirando
los árboles, sintiendo el sol de la mañana, dándole pan a las palomas. Yo no sé
qué le pasaba, si todo eso es tan aburrido: no tiene sentido. Seguro se
levantaba en la madrugada a dar vueltas, a limpiar cosas, a dejarlas exactamente
en la posición en que las tomó. Parecía loco. Veía, cuando me asomaba por su
ventana, que comía pausadamente, mirando su plato, como agradeciendo algo al
utensilio. Qué loco eso, ¿no? A veces lo veía como con la mirada fija en la
montaña, luego se sonreía, luego despedía una lágrima. Ese sí que estaba muy
loco. Cuando salía a sus diligencias los zapatos no combinaban con su ropa, sin
mencionar esa gorra horrible que siempre cargaba. Alguien normal como yo no
podría tener la menor idea de cómo podría sentirse cómodo con todo ese
envoltorio desagradable a la vista, quién sabe si un poco maloliente. Pobre loco.
Hace pocos días
me dijo un vecino que el viejito loco había muerto. El vecino me dijo que había
acompañado al viejo en sus últimos momentos. Me dijo que antes de cerrar los
ojos le dio las gracias por acompañarlo y se despidió con una sonrisa en sus
labios rosados. “Murió en paz”, dijo el vecino. Da como cosa esa historia, ¡uy!
Reflexionando supe que yo no viviré una vida desquiciada como esa, para “aparentemente”
morir en paz. Yo soy normal. Yo soy de los que necesita distraerse con emociones
fuertes, con experiencias que me sacudan, para en la noche dormir feliz, dormir
cansado. Lo que no puedo ocultar, como cualquier persona normal, es que la
muerte me da mucho miedo… pero vamos, eso no tiene qué ver con la vida.
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