Malena ama al
capitancito. No es la gran cosota, pero es su noviecito. Le ilusiona el
Proceso, y en medio de esto, también el dinerito. Pero todavía es pronto para
aspirar tanto: hay que esperar y plegarse a lo que hay. Tan lindo. Con su cortaúñas
y su pañuelito viene y la visita, le promete días mejores y un futuro bonito. Malena
está bien encaminada, con paciencia y con su destino bien claro, porque es que
le han dicho que la milicia da, que la posición proveerá, si no ahorita, algún
día será. En su barrio querido a juro escuchaba cuentos de esposas de
generales, de acciones de clubes, de viajes, del cortejo; de cenas y apartamentos
con pixina. Por eso, Malena lo alienta y le explica cada día por qué es que él
debe llegar arriba, en este Proceso o
en cualquier otro, no importa; lo que importa es que siga… que siga. Y mientras
el capitancito se mantiene fuerte, inamovible en su encomiable encomienda, todo
se cae a pedazos aquí y allá. Solo se mantienen las promesas de su niñez, las del
mandatario y las de Malena —si no es que es lo mismo—. Mientras Malena ve
clarito el carrote que llega a buscarla para llevarla a la reunión de su futuro
marido con personeros importantes, con gente de poder, el capitancito pare por
transporte para llegar al cuartel, a casa de sus viejos, al bar de los amigos;
bota tiempo en colas para comer y acoge su enfermedad sin remedio. Ya compró
cinco dólares que guarda por si las
moscas. Pero Malena le ha dicho que no importa, que palante, que no suelte
el puestecito, esa oportunidad inigualable de acceder al bienestar, a esa
prosperidad de película. El capitancito, siempre cumplido, puntual al llamado,
la verdad es que ya se está cansando de ahorrar en un banco fantasma, de poner
todas las ñemas en la misma cesta, de apostar el sueldo en un juego de gorditos
que mienten, que fingen empatía, que se van, rollizos y divertidos, con su
futuro en sus bolsillos. El capitancito ya no quiere seguir en este juego que
se convirtió en burla destapada y continuada. La elocuencia de su delgadez y su
cansancio no le deja lugar para más dudas sobre el quehacer. Es más, ahora
mismo se dirige —a pie, claro— al centro de la Ciudad, a esa pensión de San
Juan, por Capuchinos, a decirle ahora mismo a Malena que está harto, que no va
pal baile, se vaya a la mierda.
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