Casi a fin de mes, María se despierta a las cinco
y media de la mañana. Permanece unos segundos mirando al techo de su cuarto,
para después dirigir la mirada a la ventana que aclara. Se levanta. Cocina de
lo poco que le queda de la caja que le llegó hace dos meses para darle el
desayuno y para su almuerzo en la oficina. Dobla los pañales de tela que lavó
anoche antes de dormirse para que su mamá se los ponga a su niño recién nacido durante
el día, mientras ella no esté. Emperifollada, como toda venezolana, sale a la
calle con algún carbohidrato y sin mucha proteína a agarrar el carrito que la
llevará a la estación del metro más cercana. Cuenta los siempre sobrevivientes billetes
de cien que necesita para pagar la nueva tarifa de transporte, quedándose con
menos efectivo disponible para el resto del día. Al llegar a la estación de metro,
se da cuenta de la cantidad de gente que camina por las calles porque “por
causas ajenas a nuestra voluntad” el metro no está funcionando; y así es como
arranca a caminar, entre el río de gente de esta semana; entre un comentario y
otro de los caminantes; entre una conversa y otra con el compañero de turno;
entre una mentada de madre del que venía atrás y otra. Cuarenta y cinco minutos
después llega a la oficina con el cuento compartido, algo despeinada y mucho
menos emperifollada, con la mirada del jefe que no tiene más remedio que
creerle. Con unas ganas de recostarse que se quedan solo en ganas. Así pasa la
mañana, contando los minutos, poco estimulada para hacer una buena labor; solo
motivada por el temor a perder el empleo en una economía como esta. Casi a
mediodía, la llama su mamá para decirle que su tía murió después de luchar
contra una enfermedad para la que no se consiguió medicamento, o al menos la plata
para el bachaquero del ramo. Sin embargo, hay noticias de la calle: llegó el
camión con harina y azúcar al supermercado, al lado de la torre. Deslizándose por
entre los ojos del jefe, de nuevo, un grupete de trabajadores sale de la
oficina para hacer la cola del mercado, prometiendo llegar tarde en la tarde
con algún paquete. Pues a media tarde aparecen los empleados con sus premios
gordos, logrados entre los empujones, los vivos de la cola y el punto de venta
del mercado. A las 5 de la tarde, hora oficial de salida, el jefe detecta la intención
del personal de salir corriendo porque… ¡porque es la hora de salida, pues! Y preguntando
si terminaron los casos por resolver hoy y explicando de nuevo el propósito de
la empresa, ve cómo sale uno a uno, porque, según dicen, no se sabe si el metro
sirve ahorita y no saben cómo van llegar tarde al barrio con los paquetes de
comida encima. Entre la tristeza y el apuro, María sale de sexta en la fila de
desertores traidores de la causa, con dos kilos de harina de maíz y otros dos
de arroz. El metro ahorita sí funciona, así que María y decenas de miles de
trabajadores de la ciudad entran al metro, como pueden… y hasta como no pueden.
Al llegar a la parroquia, no hay carrito porque están en paro, pero
afortunadamente María consigue la cola con un amigo que tuvo que sacar el carro
hoy (después de dos meses encerrado por falta de aceite y repuestos) y quien la
deja cerca de su casa. En la calle había muchos pareceres, muchos rictus,
muchas percepciones de lo que pasaba. No deja de ser curioso cómo cada quien ve
las cosas con el lente de sus ganas. Y así, todos llegan a sus casas. María
llegó extenuada, triste, mientras abraza a su mamá inconsolable, tratando de
darle energías para soportar la pérdida de su hermana mientras entregaban el
cuerpo; con la sonrisa de su bebé y con los cuatro kilos de comida, algo se
compensa. María, ya más tranquila, se sienta enfrente del computador para recargar
el saldo de su teléfono por la página web (ustedes saben: no hay efectivo, no
hay tarjetas prepago) para darse cuenta de que tampoco hay página web del
banco, esa de recargar; y, justamente, al respirar profundo para reacomodar su
cabeza, se fue la luz.
Y todavía muchos se preguntan cuál puede ser la causa
del cáncer en Venezuela.
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