Y entonces todos se
volvieron mudos. Todos salieron a la calle, confundidos, sin poder comunicarse
en un primer momento que hasta dolía. Luego, más luego, después de dejar el
drama innecesario de la calamidad, se estableció que solo podríamos saber cómo era
la gente, ya no por sus disertaciones brillantes, sus labias delirantes, sus
sandeces cabalgantes, sino por lo más evidente y honesto: por sus
comportamientos. Y fue así, pues, como ya no sabíamos a primera vista quiénes
eran cristianos, comunistas, gerentes, mahometanos, obreros, homosexuales, agnósticos,
budistas, capitalistas y demás grupitos en los que tanto nos gustó dividir a la
gente. Sí ganamos, sin embargo, una nueva manera de acercarnos al otro y saber
quién era. Ya pronto solo quedó claro quiénes eran amorosos, ladrones,
prejuiciosos emprendedores, sabios u ociosos; quiénes eran solidarios, quiénes
indiferentes, quienes temerosos. Supe que yo mismo arropaba mis debilidades y
mis vicios con una manta de extraordinaria brillantez que tanto tonto tragaba
emocionado. Afortunadamente, todo ese efecto fue temporal y todo volvió a la
normalidad. Para nuestra suerte, todo se revolvió y cayó parado, como el gato.
Para nuestra fortuna, todo se restauró y volvió al trono “mi pecado favorito”:
la hipocresía.
Espero que te guste el contenido. Para sugerencias, objeciones, protestas o propuestas, escribe a "leonardo.rothe@gmail.com"
lunes, 28 de septiembre de 2015
viernes, 18 de septiembre de 2015
Marionetas urbanas
Había una vez una
arepera en el centro que se la pasaba vacía. Uno que otro venía en la noche, y
ante el hambre que dan las rumbas y la soledad de la cuadra, entraba y comía. No
había mucho qué hacer. El nuevo dueño, mirando lo que ocurría, se figuró una
estrategia muy clara. Dos semanas después, había una arepera justo al lado de
la antigua. De ahí en adelante, la mayoría de la gente, conociendo la fama de la
vieja arepera, plenaba la nueva. Nuevas instalaciones, hornos, mostradores y
hasta una cajera muy linda. En “respuesta”, el ahora dueño de ambas areperas
comenzó a remodelar la vieja y, aprovechando las comillas, comenzó la “competencia”
entre ambos negocios. Al pasar el tiempo, las dos areperas estaban muy parejas
en eso de la venta de la comida y, claro, los ingresos por caja. Pronto hubo
grupos de fanáticos de cada uno de esos negocios que discutían por qué comer en
una y no en la otra. Muchos y muy apasionados llegaban a contar las historias
de cada local con entusiasmo, con vehemencia, y hasta con cierto compromiso.
Muchas veces se armaron tánganas en la que los clientes de una y de otra,
vestidos con franelitas y banderillas de distintos colores se amenazaban entre
ellos, se juraban liquidarse entre sí. Mientras pasaba el tiempo y los sucesos ya
mencionados, desde la azotea de ambos recintos (que era la misma —una sola
azotea—, por supuesto), el dueño de ambos negocios campaneaba su trago, como
todas las noches y con la misma sonrisa en los ojos, admirando cuán genio era
él y qué pendeja era la multitud que se escuchaba furiosa desde la altura de su
sillón.
martes, 15 de septiembre de 2015
El hombre... una de vaqueros.
El hombre, lanzando
manotazos de desesperación se quejaba de no poder respirar. Llegó un poco de
aire, de oxígeno, y se fue tranquilizando. Poco rato después, el hombre se dio cuenta
de que no podía moverse. La aflicción lo atacó, mientras se le despertaban las
extremidades. Después de un instante, el estómago le indicaba la necesidad de
alimentos. Entre la queja y el hambre, corrió detrás de su presa hasta
dominarla. Como mucho placer la desguazó y comió las partes más deliciosas. Dormía
el hombre su desayuno, cuando al despertar, se dio cuenta de que no podía ver
bien. Estaba oscuro. A rastras logró reunir unas ramas secas y con unas piedras
que le hicieron tropezar y caer, pudo hacer el fuego necesario para ver, para
combatir el frío, para calentar su comida. Yacía el hombre recostado en la
pared externa de su refugio, y mientras amanecía comenzó a ver la extensión de
la tierra donde vivía. Los árboles movidos por el viento, los ríos incansables
que le daría el agua para completar su sustento. Bajó el hombre de su colina y
comenzó a reconocer el vasto territorio; el olor a tierra mojada, a vegetación
viva. Después de pocos meses, ya todo le era familiar y se aburrió. Sentía que
necesitaba más que eso, pero no sabía qué cosa podría ser. 190 mil años después,
sigue aburrido. 190.000 todavía no sabe qué cosa sería esa que lo completaría.
190.000 se entretiene incansablemente hasta el día de su muerte.
sábado, 5 de septiembre de 2015
Mejor no hables
Hablas de ideas, pero no se te notan en tu caminar. Hablas de espiritualidad, pero eres todo un juez. Hablas de genialidades, pero no resuelves ni tus dificultades ni las de los demás. Hablas de lo experto que eres, pero se te ve trastabillar. Hablas de visión, pero no te veo caminar. Hablas de lo saludable, pero te estás muriendo. Hablas de un mejor ser humano, pero no das el paso. Hablas de la debilidad de los demás, pero no de las tuyas. Mejor no hables.
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