Allí estaba
sentada ella, simpática, expectante, con ganas de vivir. Iba en el metro al
trabajo, como todos los días, con la esperanza de dar con el botón que la haría
realizarse como profesional, como mujer, como ser humano, en un futuro no muy
lejano. A su lado, como cada día, su esposo. Él, con el invariable sopor que lo
arropaba desde algún momento de la relación hasta ahora, entretenido con su
teléfono inteligente, jugaba algún
jueguito de moda, mostrándole a su mujer, de vez en cuando, que había logrado
superar el nivel actual.
Ella lucía espectacular. No era estereotípicamente linda,
pero su mirada y su sonrisa recortada provocaban la mirada de los caballeros
alrededor. De pronto, dejó caer sin querer el bolsito del almuerzo. Su querido gordo (como ella le decía) seguía
absorto en su pequeña pantalla, al mismo tiempo que un joven, desde el otro
lado del vagón, casi se arrodilla para recoger el bolso y depositarlo en sus
manos estilizadas, bien preparadas para asir, para acariciar, y muy pronto,
para dejar ir.
El gordo sólo pudo ver el celaje de algo que se acercó a su
esposa y desapareció, pero no se fijó que de nuevo, ella clavó suavemente su
mirada encantadora sobre su fugaz benefactor en señal de agradecimiento.
Ella miró al tipo que estaba a su lado en el asiento, en su
cama, en su vida, y de nuevo se argumentó que todo estaba bien, que todo
mejoraría en el futuro. Ella seguiría, por amor a su querido gordo, capeando
todas las atenciones que le prodigarían príncipes y villanos en el intento de
hacerse de esos ojos por un rato, por unos días, por toda la vida.
Al menos… eso era lo
que ella pensó entonces.
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