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miércoles, 19 de noviembre de 2014

Descalabro

Allí estaba sentada ella, simpática, expectante, con ganas de vivir. Iba en el metro al trabajo, como todos los días, con la esperanza de dar con el botón que la haría realizarse como profesional, como mujer, como ser humano, en un futuro no muy lejano. A su lado, como cada día, su esposo. Él, con el invariable sopor que lo arropaba desde algún momento de la relación hasta ahora, entretenido con su teléfono inteligente, jugaba  algún jueguito de moda, mostrándole a su mujer, de vez en cuando, que había logrado superar el nivel actual.
Ella lucía espectacular. No era estereotípicamente linda, pero su mirada y su sonrisa recortada provocaban la mirada de los caballeros alrededor. De pronto, dejó caer sin querer el bolsito del almuerzo.  Su querido gordo (como ella le decía) seguía absorto en su pequeña pantalla, al mismo tiempo que un joven, desde el otro lado del vagón, casi se arrodilla para recoger el bolso y depositarlo en sus manos estilizadas, bien preparadas para asir, para acariciar, y muy pronto, para dejar ir.
El gordo sólo pudo ver el celaje de algo que se acercó a su esposa y desapareció, pero no se fijó que de nuevo, ella clavó suavemente su mirada encantadora sobre su fugaz benefactor en señal de agradecimiento.
Ella miró al tipo que estaba a su lado en el asiento, en su cama, en su vida, y de nuevo se argumentó que todo estaba bien, que todo mejoraría en el futuro. Ella seguiría, por amor a su querido gordo, capeando todas las atenciones que le prodigarían príncipes y villanos en el intento de hacerse de esos ojos por un rato, por unos días, por toda la vida.

Al menos…  eso era lo que ella pensó entonces.

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