Como en una película
vieja, pero que aún no termina, miro hacia atrás y ya no es lo mismo. En la
medida en que mi memoria logra unir los trozos de acontecimientos y emociones, van
apareciendo los planteamientos y las conclusiones logradas en cada
circunstancia. Determinaciones con la convicción que merecía la ocasión, por
supuesto. Es una sensación agridulce que va rociando el presente y me tuerce el
brazo amorosamente para que comience a comprender, luego de tanto caminar, de
qué se trata todo esto. Una voz creciente en mi hombro exige suave, pero
firmemente, que replantee la perspectiva para resto del camino, para el
atardecer de este paseo. Entonces me siento a media luz y comienzo a detallar
cada escalón de mi existencia, sin saber si subía o bajaba; cada decisión, cada
ligereza, cada compromiso, cada ilusión, cada frustración. Y mientras voy
avanzando en el inventario de mis episodios se desvela la fragilidad de esa
construcción ya vieja, ya anacrónica e inservible que pide ser revisada y replanteada.
Ese fantasma con mi cara que todavía me define, y que de alguna manera me
sostiene, me susurra desde su escondite que ya es tiempo, que se acabó la
función apasionada, que ya no aguanta más el ritmo. Noches despiertas pensando
en los años dormidos. Trapitos sucios. Dolor. Reconocimiento. Algo de luz por
fin. Un buen día me levanté con disposición a dejar el lastre donde
corresponde, a caminar con menos estorbos en mi camino… un nuevo camino. No sé
qué pasó. No sé de dónde salió esa nueva voz ni cómo comenzaron a caer los
escombros de la tristeza y la frustración que anidaban en mi cabeza y enmudecían
mi corazón. De buenas a primeras miré hacia atrás de nuevo y solo vi la esencia
aprisionada que cobraba volumen, ya libre de ataduras, de los prejuicios ya
vencidos. Ya no hay ruido, ya no hay urgencias, ya no están los pensamientos
superfluos que me llevaban a perseguirme la cola interminablemente. Es un nuevo
panorama, uno espacioso, calmado, lleno de gozo. Ya vengo… voy a caminar.
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