En medio del aparente caos, ante ese gigante desorden que mis ojos y mi estómago solían catalogar como una tormenta sin sentido, como un hilo de injusticias, una tras otra, los años dejaron pasar un rayo de luz que comenzó a dejarme detallar el gran asunto. Como cuando se mueve una lámpara de su lugar de costumbre, se iluminaron algunas sombras y algunos brillos quedaron atrás. Se fueron dibujando nuevas formas, más redondeadas, más apaciguadas, sin mucha sinuosidad. Fue cayendo todo en su santo lugar. Como un rompecabezas complejo venido a menos, como un baúl de tesoros ya sin candado, se fue desvelando lo que parecía ser la fórmula de la vida. Por un lado, quedarían intactos para siempre los misterios imposibles de resolver desde un humilde y recortado punto de vista. Por otro lado, las causas y los efectos inamovibles hasta el momento, se dispondrían a ser aceptados como naturales, eliminando de una vez por todas las expectativas fundadas en caprichos, algunos de ellos vestidos de academia o sotana; y, finalmente, se avistarían los gozos y entusiasmos producidos por la paz y el sosiego, otrora temidos soldados del aburrimiento y el fracaso. Todo el panorama lucía como compuesto, inexorablemente, por una aritmética de la existencia, por esa maquinaria simple, pero firme y pesada a la vez, de acción y reacción ya más nunca temida, que tejería mis días actuales con cada vez más sentido, con cada vez más aceptación de lo que ocurre como producto del más exacto de los relojes.
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