Ya tiene que ser verdad. Ya no me cuadra nada. Todo debe ser causado por el desbarrancamiento. Los pensamientos y criterios se basan en premisas falsas que redondean nuestra idea deseada, anhelada, ideal. La resistencia ante la realidad nos repleta el discurso de falacias. En las conversaciones, si estás medianamente de acuerdo conmigo o te caigo bien, vamos a atropellar las verdades a gusto y nos despediremos después de un rato con el abrazo de quienes están en lo cierto, ¡porque es que nuestro interlocutor lo confirmó! Por el otro lado, si soy tu crítico, me caes mal o piensas distinto, te voy a atacar a mansalva, incluso si estás en un momento de iluminación perfecta. En ambos casos, estaríamos de acuerdo en que la pasión, el gusto y el disgusto gobiernan el momento, pero si nos sentásemos a conversar de la manera más objetiva y responsable posible, encontraríamos una falacia cada dos o tres de nuestras frases. Ese discurso, que nos permite navegar en estas aguas difíciles de la historia, requiere ser flexible, acomodaticio, altamente autoembustero. Porque si nos bajásemos solo par de horas de este carrusel de metales, piedras e ilusión, nos volveríamos bastante locos y querríamos, con mucha razón, volver a nuestro garabato filosófico, ese que nos costó tanto armar a fuerza de recetas ajenas, de métodos aprendidos y de indefiniciones salvadoras, es decir, volver rapidito a ser aquellos que deban sobrevivir a esta locura de planteamiento de vida.
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