Uno de los preceptos de la tradición cristiana es amar a tu prójimo como a ti mismo. Por otro lado, no he escuchado claramente, de los “voceros” de esta tradición, cómo es “amarse a uno mismo”. Lo que percibo a primera y segunda vista es que amarse uno mismo es algo egoísta, que siempre la conducta amorosa debe apuntar hacia el otro, hacia ese prójimo. Pero tomando al amor como el recurso más importante del universo, si alguien no lo alberga, si no lo practica, si no lo conoce, entonces no lo podría dar, no podría practicar con otro algo que no posee o incluso que no conoce. Desde el punto de vista de uno mismo, la conducta amorosa se desdibuja como todo concepto susceptible de ser interpretado, como la felicidad o la libertad. Lo que uno podría llamar conducta amorosa hacia el prójimo se va convirtiendo entonces en empresas enrarecidas, como favores, como acciones sin propósito claro o como publicidad de lo buena gente que somos, dejando al un lado el flujo de una bondad cristalina, en la que todos somos iguales, compasivos, amorosos y hasta productivos.
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