Llegó el momento. Con algunos días de antelación, llegó el aviso por la vía correspondiente: Guillermo iba a morir. Tras un encontronazo de la conciencia colectiva con las leyes metafísicas y demás especies relacionadas, despedirse de este mundo no fue más un asunto de violencia, frustración o de dolor sorpresivos. El trámite ahora tenía parámetros bien establecidos para cada caso, como su anuncio, la antelación y la fecha en que la luz abductora se presentaría para llevarse al pasajero de turno. La cosa ya no era como antes. Esta novedosa modalidad de dejar el cuerpo no tardó en surtir sus efectos en la existencia de la gente. Una vez escuchado el pitazo de la partida, muchos organizaban los trámites legales correspondientes de la ocasión, buscaban a aquellos con quienes estuviesen peleados o enojados para conversar los asuntos pendientes en un ambiente harto solemne y amoroso y, nunca menos importante, buscaban arreglar sus asuntos internos tan postergados desde siempre. Otros, previendo cualquier despelote al final, aprovechaban los años previos para, más bien, vivir una vida ordenada, de manera que al llegar el momento de irse aprovecharían mejor el momento para pasarla con su gente, en sus lugares y en sus contemplaciones de la manera más relajada posible. Guillermo pertenecía a esta segunda categoría, por lo que, unas horas después del anuncio, ya estaba reunido con su familia y sus amigos para recordar y reflexionar, sin mayor sobresalto, sobre los asuntos de la vida entre la mirada y los apretujones cariñosos de su gente.
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