Estuviste allí todo el
tiempo. Allí, acá, acullá… pero siempre. Nunca te vi. Tal vez escuché tu
nombre, pero no hubo diferencia. Siempre anduviste en varios sitios, como para
que yo te notara, pero mi atención apuntó siempre en otra dirección, a otros
temas, a otras pasiones. Mientras transcurrían los años, todo fue cambiando: a
veces por las buenas, a veces por las necesarias. Aun así, no nos acercamos
mientras viviste. Definitivamente, la vida tiene tantos estadios que es posible
no encontrarse en medio de esa inmensidad, la cual comienza en nuestra cabeza, pasa
por nuestro corazón y, para completar, termina en nuestro planeta. Así, pues,
cumpliste tu ciclo de vida en estos lares y te fuiste. Te fuiste afirmando
estar en paz, agradecido, “preparado”; eso me agradó mucho cuando lo supe. En fin,
me perdí verte en vivo o en directo, y cuando supe de tu partida, de tu fama
generalizada, por mera curiosidad te leí y te escuché. Revisé tu legado y quedé
prendado de tus ideas, de tus percepciones y de los retruques que les dabas a
todo lo que habías experimentado con alegría, con tristeza, con pérdida, para
ser ahora una referencia inevitable al momento de la reflexión. Ahora, pues,
con algún tipo de guayabo, con un cariño platónico muy particular, busco
cualquier papelito en el que pudiste escribir algún garabato; registro las
redes a ver qué dejaste; escucho de nuevo tu mensaje de paz, de alegría, de
comunidad, de esa utopía que describías pero que podría ser la solución a esta
realidad desechable que vivimos entre los seres humanos y que desencadena la
perdición anestesiada que avanza, que gana terreno casi imperceptiblemente. En fin,
chico, te agradezco tu existencia y lo que pueda producir en mi vida, en
nuestras vidas. Espero, ahora sí, encontrarme contigo “personalmente” para
agradecerte y tomarnos un café, si es que hay café por allá.
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