Cayó el tirano, llega la República,
la libertad… ¡Viva la República! Cayó el tirano, llega la Democracia, la
libertad… ¡Viva la Democracia! Cayó el tirano, llega el Socialismo, la libertad…
¡Viva el Socialismo! Cayó el tirano, llega la libertad… Y así con los zares, con
las guerras civiles después de la independencia, con cada reparto vergonzoso de
las riquezas después de abalanzarse nuestros dignos representantes sobre ellas.
Es como
necia la repetición, casi fotográfica y nos vemos imbuidos en el fervor del
momento, de nuestro tiempo, de nuestra causa colectiva y hasta en nuestra razón
para vivir. La lucha por la “libertad” se torna incierta y turbia a la vez,
quizás porque no podemos definir qué tipo de libertad, para quiénes, para cuándo.
Los regímenes pasan en un desfile manchado de sangre, de hambre, de indignidad,
de dolor, mientras pasamos por alto los patrones que se repiten una y
otra vez y nos volvemos a montar en ese tren de la pasión.
Dando un
paso atrás para ver mejor, se me ocurre que tal vez el enemigo no está allá
afuera, como lo preferimos ver. Tal vez el adversario no vive en el rancho ni
en la mansión, como elegimos pensarlo hace tiempo. Tal vez el opositor a
nuestros genuinos deseos de una vida mejor no se esconde en un edificio, un
yate o en el barrio marginal. Tal vez estamos enfrascados, por nuestras contradicciones, en una lucha perdida
a priori. Tal vez nunca desaparecerán las escaramuzas que vemos de cuando en
cuando y sigamos viendo este macabro desfile de emociones por el resto de
nuestras vidas. Tal vez, y como perros tratándose de morder la cola, solo hemos
estado luchando contra nuestra propia naturaleza, contra la misma “naturaleza
humana” que nos define.
Tal vez por
eso es que nunca podemos ganar para siempre.
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