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domingo, 28 de febrero de 2016

La tortuga en el árbol, por supuesto.

Alguien dijo que había llegado un desconocido. Alguien más mencionó que sabías cosas que no sabíamos nosotros y que venías relucientemente ataviado. Como es natural, no me interesó. Pero siguieron diciéndolo hasta que la curiosidad me embargó y al final estuve cerca de ti por un rato para saber de qué se trataba toda aquel barullo a tu alrededor. Pero no. Nada de lo que pude ver, oír, sentir, me atrajo como a los otros. No pasó mucho tiempo sin sentir la presión de mis iguales por unirse a tu causa, a tus gustos, a tus necesidades. A mi pesar, luego de pocos años, comencé a ataviarme como tú, como ellos, que habían adoptado tus maneras con solo conocerte. Me acostumbré y fue inevitable, como con todas las costumbres, el dolor al tratar de separarse. Por eso seguí, para no sentir que fallaba en el intento. Pasaron más años y hasta de tu representante fungí; quien no te presentase sus respetos tenía la indiferencia asegurada. La vida siguió con esa piedra en el zapato convertida en simpatía insospechada, en piel de mi piel, en mí mismo. Pero en estas noches desperté sobresaltado, desconociendo todo lo que me rodeaba desde que llegaste; lamentando todo lo que mi flamante hipocresía me empujó a hacer. Me sentí el imbécil que parezco ser entre quienes conocieron al verdadero yo. Sentí con rabia que me embarqué en tu lógica, que traté de ser como tú por aclamación popular, y de repente, como no era tú, resultó que fallé. Ahora tengo arraigadas necesidades que no fueron mías y hasta camino como tú. Me siento como la tortuga montada en el árbol. Ahora soy incompetente según tus reglas, en el tipo que no fue capaz de tener el éxito mínimo que los demás esperaban de mí, en lugar de seguir siendo el ignorante resuelto y feliz que dicen que hubo en mí hace ya algún tiempo.

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