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domingo, 28 de febrero de 2016

El camino inevitable

Lo inevitable de mi camino no escogido me somete tiernamente. Lo inexorable de mis opciones limitadas para volar me obliga a escarbar en el suelo, a buscar tesoros en otro sentido. Mi mirada, antes levantada al espacio desconocido, improbable, me empuja a mirar a los lados, a identificar el entorno, a conocer a mi semejante. Ahora siento que debo entrar al grupo, hacer equipo y organizarme como pueda, según veo, con quienes aparentan estar dormidos aún. Tal vez, y a pesar de lo duro que pueda ser, podamos hacer algo con esto tan duro que nos tocó vivir. Pero ese soy yo, el que piensa, el inteligente, el desenvuelto… Por otro lado están los otros, los que siempre he considerado adormecidos, quienes parecen ir siempre donde se les indica, quienes tildan de locos a los que se atreven. Ellos, los adormecidos, tejen en silencio; tejen algo que no puedo ver con mis ojos entrenados para lo complejo, para la grandeza invisible para ellos. Día a día, con el pasar de las horas, de los meses, de la vida, su prisión se nota menos estrecha. En medio del espacio asignado por sus dictadores, se forjan un pequeño castillo también invisible, que va creciendo y fortaleciéndose con el tiempo. El cansancio físico encuentra refugio en el nido ya casi terminado. He visto con ojos incrédulos cómo la vieja silla, la mecedora que cruje, dispara la mirada perdida que ya no se detiene en detalles importantes para mí, sino que se queda redondeando ideas desconocidas y terminan con una sonrisa. Atender al perro, acomodar las matas del patio, jugar con el pequeño de la casa o simplemente contemplar el atardecer se han convertido en el paseíto diario de su sabiduría silente, la que sin darme cuenta surgió delante de mis ojos y de la que ahora necesito tanto.

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