El cambio definitivo no puede comenzar por
darse golpes durante décadas o siglos contra una pared más fuerte que nosotros.
No sé si debe ser altisonante o desmedidamente apasionado, pero sí ecuánime, inteligente
y constante, que socave poco apoco, muy controladamente, lo que se quiere
reemplazar. Los tiempos avanzan, tal vez no en calidad, pero sí en magnitud; el
tiempo pasa y solemos repetir las mismas acciones ante las mismas injusticias. Con
mucha razón o sin ella, arremetemos ante el enemigo del momento, el de esa
generación, usando viejas y desusadas referencias, ignorando la naturaleza de
los días que se viven hoy. No será la primera vez que se acaba con la
corrupción oficial antes de detectarla de nuevo. No será la primera vez que se
derrota al enemigo temporal para instaurar las nuevas y esperanzadoras reglas
que apuntan a la salvación. No será la primera vez que nos envilezcamos con el
poder en la mano y seamos el nuevo verdugo a ser derrotado. En menor magnitud
que las eras geológicas, pero con algún parecido, tenemos demasiado tiempo
caminando por estas calles e ignorando los siglos que siempre se repiten como
para no notarlos; sin embargo, seguimos enceguecidos por nuestro presente —porque
claro, es el nuestro— y pensamos que muchas cosas cambiarán en nuestra
generación solo porque es nuestra y no porque se acometen las situaciones de la
manera adecuada, efectiva. Es nuestra
locura, nuestra pasión, nuestro atropello en lo que cabalgamos
como eternos adolescentes tratando de buscarle sentido a lo que no entendemos,
y buscando la banderita que tengamos más cerca y la que más nos sirva, salimos
a cobrar vidas y reputaciones, a imponer verdades y a aplastar detractores con
una voluntad temeraria. Seguiremos, pues, gritando consignas aprendidas,
copiando modelos ajenos, pronunciando palabras extranjeras antes de definir
desde nuestras propias realidades, como colectividad, la acción efectiva que
deje al ignorante y al criminal fuera del juego. Y por supuesto, toda esta
madeja de conceptos iría solo después de expulsar nuestros propios demonios,
nuestras propias cegueras, nuestras propias hipocresías que guardamos muy
dentro, como individuos alejados del amor propio y del amor al otro. Nada fácil.
...Como que mejor nos compramos un carro nuevo, chamo.
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